Piel blanca

A mediados de los años setenta, tener la piel muy blanca y vivir en una granja en Rodesia no era algo recomendable, pero ahí estaba Alexandra, una niña convencida de haber nacido con el color de piel equivocado y que iba caminando de puntillas por la noche en el pasillo de su casa para no despertar a papá y mamá, que dormían con un fusil a los pies de la cama. Rodesia estaba entonces sufriendo las luchas intestinas entre blancos y negros que al cabo de un tiempo acabarían en guerra civil, y la familia de la autora, pobre y marcada por la desgracia, vivió en primera persona esos años difíciles.
Sin embargo, nada es lo que parece para una criatura que acaba de descubrir el mundo, y aquello que en nuestros manuales de historia ocupa unas pocas páginas, para Alexandra fue el momento mágico de la infancia, saboreada en un lugar poblado de insectos y leopardos, donde no resultaba extraño que una chiquilla supiera disparar con envidiable puntería, y todo, o casi todo, era posible. A su lado, la hermana Vanessa y unos padres extraordinarios, perdedores dignísimos en todos los frentes, pero enamorados de África y borrachos de vida, que ahogaban angustia, rabia y miedo en unas copas quizá demasiado generosas de whisky escocés.
Lo que fue una tragedia vuelve a la luz en Piel blanca con el humor y la ternura con que se recuerdan las historias más íntimas, y el talento de Alexandra Fuller convierte estas memorias en un texto digno de figurar al lado de las mejores páginas de Isak Dinesen.